miércoles, 18 de septiembre de 2013

COLUMNA DEL 21 DE AGOSTO EN VERANO HERALDO


Foto: Os dejo mi columna del miércoles pasado en Verano Heraldo:

El cine en verano

La primera vez que me llevaron a un cine de verano, vivíamos en Alemania y pasábamos el mes de agosto en Valencia. Recuperando la terreta, como tantos emigrantes. Eran días de calor. De playa y merendero. De noches tibias tomando helado de turrón en la terraza de La Jijonenca. Un sol dorado y húmedo bañaba las calles, cuyo ajetreo mediterráneo cesaba a la hora de la siesta y hacía de Valencia una ciudad fantasma. 
Para alguien llegado del frío, ver una película al aire libre sin chaqueta fue una revelación. Una experiencia religiosa, como cantaba antaño un jovencito que ya ha dejado de serlo. En la pantalla, el Nautilus del capitán Nemo surcaba océanos en tecnicolor, atravesaba bancos de peces de ojos saltones y esquivaba peligros surgidos de las profundidades, incluido un calamar gigante empeñado en merendarse el submarino. Un desabrido James Mason intentaba someter a Kirk Douglas, rebelde y atlético en su camiseta a rayas de marino dicharachero. La noche olía a Mediterráneo, a las acequias de las huertas cercanas, tal vez a jazmín, mientras los niños devorábamos un bocadillo casero y después, con suerte, nos compraban un polo de hielo o un refresco.
Ahora, ir al cine en verano es viajar a la Antártida. La gente tirita de frío comiendo barreños de palomitas regados con latas de Coca Cola y vuelve al calor de la calle convertida en pingüino. Los más frioleros, en palitos de merluza del Capitán Iglo, listos para descongelar. Es entonces cuando evoco la noche en la que surqué el océano a bordo del Nautilus, escapé de calamares gigantes y erupciones volcánicas, admiré a Kirk Douglas y saboreé el lujo de una bolsa de kikos que saqué a mis padres. Porque hay recuerdos que no congela ni el aire acondicionado más potente.

EL CINE EN VERANO

La primera vez que me llevaron a un cine de verano, vivíamos en Alemania y pasábamos el mes de agosto en Valencia. Recuperando la terreta, como tantos emigrantes. Eran días de calor. De playa y merendero. De noches tibias tomando helado de turrón en la terraza de La Jijonenca. Un sol dorado y húmedo bañaba las calles, cuyo ajetreo mediterráneo cesaba a la hora de la siesta y hacía de Valencia una ciudad fantasma.


Para alguien llegado del frío, ver una película al aire libre sin chaqueta fue una revelación. Una experiencia religiosa, como cantaba antaño un jovencito que ya ha dejado de serlo. En la pantalla, el Nautilus del capitán Nemo surcaba océanos en tecnicolor, atravesaba bancos de peces de ojos saltones y esquivaba peligros surgidos de las profundidades, incluido un calamar gigante empeñado en merendarse el submarino. Un desabrido James Mason intentaba someter a Kirk Douglas, rebelde y atlético en su camiseta a rayas de marino dicharachero. La noche olía a Mediterráneo, a las acequias de las huertas cercanas, tal vez a jazmín, mientras los niños devorábamos un bocadillo casero y después, con suerte, nos compraban un polo de hielo o un refresco.


Ahora, ir al cine en verano es viajar a la Antártida. La gente tirita de frío comiendo barreños de palomitas regados con latas de Coca Cola y vuelve al calor de la calle convertida en pingüino. Los más frioleros, en palitos de merluza del Capitán Iglo, listos para descongelar.Es entonces cuando evoco la noche en la que surqué el océano a bordo del Nautilus, escapé de calamares gigantes y erupciones volcánicas, admiré a Kirk Douglas y saboreé el lujo de una bolsa de kikos que saqué a mis padres. Porque hay recuerdos que no congela ni el aire acondicionado más potente.

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